domingo, 27 de mayo de 2012

DESDE EL HONDO SILENCIO




“Y un ruiseñor, dulce y alto,  gime en el hondo silencio”, dijo un poeta. Y yo lo anoté en el cuaderno que abrí el día de su muerte con el sello de una lágrima caída sin previo aviso.

Si algo le hacía ilusión a mi padre, cuando atisbó los efluvios de la derrota, era llegar al año 2000.  

Deseaba más que nada vivir la puesta en escena del euro. Creo que era para él como una especie de victoria personal. Un decir, he muerto en el momento más oportuno para ser eterno.  

Mi padre amaba la vida con un fervor que le llevaba paradójicamente a agotarla.  Era como si se la bebiese a tragos largos y apurados. Vislumbrando su fin.

Pocas veces mencionaba las estrecheces de su niñez en la posguerra. Ni solía entrar en diatribas sobre el fragor de un conflicto, que conocía por boca de los mayores, cuando hallándose en el regazo materno las bombas jugaban a hacer diana por los madriles.  En lugar de eso, prefería recitar poemas de su bisabuelo y  vaciar la memoria refiriendo afluentes de ríos que, por exactos o desconocidos, nos dejaban con la boca abierta.

Si algo le gustaba de verdad, amén de desvelar misterios y leer y atesorar libros, era bucear en sus raíces. Entre retazos de certeza e ilusión, iba encajando las piezas de su apellido. Y cuando lo hacía, y nos hablaba de ello, su mirada azul y diamantina, adquiría un fulgor inusitado, y su voz restallaba en el aire, como un lánguido y solemne himno de devoción por su estirpe.

Mi padre nos inculcó, a mis hermanos y a mí, el orgullo de ser lo que somos. La pasión por lo que hacemos. La ambición por dejar nuestra impronta única y personal en todos nuestros actos, y el amor por la familia. Pero más allá de eso, nos mostró que la vida es, simplemente bella. Y nos animó a vivirla con pasión hasta el último suspiro.


Una tarde del mes de Junio, a escasas semanas de su partida, me hizo una confesión.

Caminábamos por los alrededores de la casa y se agarró a mí para reponerse de un ligero vahído. Eran cerca de los doce. Yo escuchaba a los ruiseñores entonar sus notas roncas, líquidas y aflautadas desde los encinares. Se paró junto a la balaustrada que cercaba el jardín. Desde allí podía otearse un valle poblado de matorrales y arbustos. El bullicio de un famélico arroyo, oculto por el follaje, se mezclaba con la cadencia de los pájaros.
-He tenido una vida estupenda- murmuró clavando sus ojos azules en los míos.


Murió cuatro meses antes de su anhelado euro.  Aunque sobreviviese a los augurios de la medicina, por mor de esa ley sabia e implacable que rige el universo, no logró  su objetivo de llegar al año 2000.


Pero dejó aquella frase que surgía como un bálsamo cada vez que el hondo silencio de su ausencia me partía el corazón.

Con ella he construido mi vida desde entonces.

Porque mi padre fue un ruiseñor. Y su canto aún pervive.



© Foto y texto Isabel Ripoll Espinosa

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