GRAND CANYON
Abismos insondables limados por
el tiempo y los surcos del agua.
Tú y yo, como motas de polvo en
un mar de columnas rocosas. Circundados por cordilleras y paredes colgantes. Retratados en una cámara
con ojo de ciclope. Tratando en vano de congelar un microcosmos que se resiste a mostrarnos el quid de su bello secreto.
Observo las instantáneas como si
fuesen una burda mentira.
-Menuda estafa- comento, mientras
paso, una a una, las fotos tomadas durante nuestro paseo por el South Ring.
Al volverme noto que transpiras. Tu ropa
dibuja cercos húmidos y arrugas el ceño para protegerte de la luz imposible que
llueve sobre el mediodía.
-Este paisaje requiere algo más
sofisticado, cariño-
El viento quema. Vamos notando la sed.
Al detener los ojos puedo
atisbar como hierve el aire. Lo sé por esa especie de ondulación transparente
que burbujea y deforma mi visión del horizonte.
Como si fuera una lengua de asfalto expuesta a la calorina en pleno
desierto.
Son más de 50 grados. La desolación puede acariciarse. Como el
silencio.
Al borde del precipicio flaquean las piernas.
Hay cuervos que merodean. Y yo me muevo cual taimado reptil.
Arrastrando los pies para no caer en esa trampa de vértigo que nos tiende la geografía.
El camino es sinuoso, cercado por arboles de
escasa estatura y matorrales. Al otro lado el precipicio. Como si alguien o
algo hubiese colocado la visión del fondo en el punto exacto para despeñarse.
Sobrecogedor.
-¡No doy un paso más!- exclamo
observando tus botas al borde del desfiladero.
– ¡Ten cuidado!- añado vacilante.
– ¡Ten cuidado!- añado vacilante.
No soporto el vértigo que me produce tu
despreocupado cortejo al vacío. Con un dedo apuntas al aire desnudo. Eres el
don de la insolencia.
-¡Impresionante!. Ahí abajo está el
Colorado- te oigo decir.
La parte delantera de tu calzado
de montaña pende de un suelo invisible. Has desplegado los brazos dibujando esa cruz funámbula que corta la respiración. Como el mismísimo Man on Wire caminando por su cable de acero entre las torres gemelas. Cuarenta y cinco minutos yendo de la sur a la norte, de la norte a la sur. Te veo capaz de eso.
-¡Por favor no hagas tonterías!-
-Es un río turbio, parece hecho
de lodo. Nada que ver con lo que contemplas desde tu oficina. ¡Vamos, acércate!-
Me cierro en banda.
-¡Ni hablar!-
Ríes. Tu risa se propaga entre
los estratos coloreados de las rocas.
-¡Mira que hermosura!. ¡Vamos!. ¡Es
una vez en la vida!-
Tengo una sed horrible. De agua,
de ver, de congelar este instante y grabarlo para siempre en la retina del
alma.
Mi boca es un trozo de esparto.
He de ajustarme el sombrero para frenar unos rayos que aguijonean como
avispas. Logro llegar hasta tu posición. ¿Por qué siempre me convences?. No hay
duda, en lo que toca a curiosidad, soy presa fácil.
En verdad resulta espectacular este
fondo de gargantas surcadas por el río que divisa mi atrevimiento. Puedo
atisbar flores de agave jalonando senderos que serpentean por las estribaciones
del cañón y desaparecen bruscamente en
tramos inescrutables.
El corazón late perplejo. Desbordado por el
horizonte. Rendido ante la belleza más inaudita.
Grand Canyon. Se ha grabado en mi memoria a fuego de yunque
entrañable.
No hay recuerdo en mi vida que se le parezca.
No hay recuerdo en mi vida que se le parezca.
© Foto y texto Isabel Ripoll
Espinosa
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