lunes, 4 de junio de 2012

GRAND CANYON



Abismos insondables limados por el tiempo y los surcos del agua.

Tú y yo, como motas de polvo en un mar de columnas rocosas. Circundados por cordilleras y  paredes colgantes. Retratados en una cámara con ojo de ciclope. Tratando en vano de congelar un microcosmos que se resiste a mostrarnos el quid de su bello secreto.

Observo las instantáneas como si fuesen una burda mentira.

-Menuda estafa- comento, mientras paso, una a una, las fotos tomadas durante nuestro paseo por el South Ring.

Al volverme noto que transpiras. Tu ropa dibuja cercos húmidos y arrugas el ceño para protegerte de la luz imposible que llueve sobre el mediodía.

-Este paisaje requiere algo más sofisticado, cariño-

 El viento quema. Vamos notando la sed.

Al detener los ojos puedo atisbar como hierve el aire. Lo sé por esa especie de ondulación transparente que burbujea y deforma mi visión del horizonte.  Como si fuera una lengua de asfalto expuesta a la calorina en pleno desierto.

Son más de 50 grados.  La desolación puede acariciarse. Como el silencio.

Al borde del precipicio flaquean las piernas. Hay cuervos que merodean. Y yo me muevo  cual taimado reptil. Arrastrando los pies para no caer en esa trampa de vértigo que nos tiende la geografía.

El  camino es sinuoso, cercado por arboles de escasa estatura y matorrales. Al otro lado el precipicio. Como si alguien o algo hubiese colocado la visión del fondo en el punto exacto para  despeñarse.

Sobrecogedor.

-¡No doy un paso más!- exclamo observando tus botas al borde del desfiladero.
 – ¡Ten cuidado!- añado vacilante.

No soporto el vértigo que me produce tu despreocupado cortejo al vacío. Con un dedo apuntas al aire desnudo. Eres el don de la insolencia.

-¡Impresionante!. Ahí abajo está el Colorado- te oigo decir.

La parte delantera de tu calzado de montaña pende de un suelo invisible.   Has desplegado los brazos dibujando esa cruz funámbula que corta la respiración. Como el mismísimo Man on Wire caminando por su cable de acero entre las torres gemelas. Cuarenta y cinco minutos yendo de la sur a la norte, de la norte a la sur. Te veo capaz de eso.

-¡Por favor no hagas tonterías!-

-Es un río turbio, parece hecho de lodo. Nada que ver con lo que contemplas desde tu oficina. ¡Vamos, acércate!-

Me cierro en banda.

-¡Ni hablar!-

Ríes. Tu risa se propaga entre los estratos coloreados de las rocas.

-¡Mira que hermosura!. ¡Vamos!. ¡Es una vez en la vida!-

Tengo una sed horrible. De agua, de ver, de congelar este instante y grabarlo para siempre en la retina del alma.

Mi boca es un trozo de esparto. He de ajustarme el sombrero para   frenar unos rayos que aguijonean como avispas. Logro llegar hasta tu posición. ¿Por qué siempre me convences?. No hay duda, en lo que toca a curiosidad, soy  presa fácil.

En verdad resulta espectacular este fondo de gargantas surcadas por el río que divisa mi atrevimiento. Puedo atisbar flores de agave jalonando senderos que serpentean por las estribaciones del cañón y desaparecen bruscamente en  tramos inescrutables.

El corazón late perplejo. Desbordado por el horizonte. Rendido ante la belleza más inaudita.

Grand Canyon.  Se ha grabado en mi memoria a fuego de yunque entrañable.


 No hay recuerdo en mi vida que se le parezca.


© Foto y texto Isabel Ripoll Espinosa


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