domingo, 12 de agosto de 2012

ARRECIFES


No había practicado snorkel en mi vida. Alguna vez buceaba conteniendo la respiración. Por lo general en una piscina; o  en mar abierto, a escasos metros de la orilla.
Tampoco duraban mucho aquellas inmersiones. El miedo entornaba mis ojos y me forzaba a consumir  las reservas de oxígeno.
Pero aquel día de Septiembre estábamos  suspendidos sobre el segundo arrecife de Coral más grande del mundo. Setecientos kilómetros desde la Península de Yucatán hasta Honduras. Sesenta tipos de corales y quinientas especies de peces. Era una oportunidad única.
Es jueves. El sol refulge sobre nuestras cabezas  y la barcaza está fondeada en un mar plácido y esmeralda. Basta con observar la superficie para distinguir los corales, los peces y  la arena. Una arena  blanca y fina surcada por sombras de agua ondulante.
Mientras el patrón nos explica de qué forma hemos de ajustar el salvavidas,  la máscara y las aletas, sellar los labios alrededor de la boquilla del tubo y  respirar por la boca, siento que el mar me llama como un gentil y hercúleo  tritón hacia sus aguas tranquilas.
Después de escuchar su arenga, comienzo a descender por una escalera de la barcaza y a sumergirme en el agua templada y sedosa, hasta desprenderme por completo del pasamanos y bracear. Calculo que el fondo puede estar a unos cinco metros. Pensar en el mundo de criaturas submarinas que bulle bajo mis pies me produce desasosiego.
Observo que el instructor efectúa un movimiento ostensible con su brazo en alto. Es la señal de inmersión. Me ajusto las gafas para sellarlas bajo la nariz, introduzco el tubo en la boca y comienzo a respirar a través de él. Estoy lista, pero no acabo de decidirme. Retiro el tubo y vuelvo a colocar la máscara por encima de mis cejas.
Formamos un grupo de diez personas, todas vueltas hacia el fondo, con el cuerpo en horizontal y dando la espalda al sol del mediodía. Yo continúo braceando. Mis piernas han contactado con un objeto  suave.  Noto como se mueve, y eso dispara mi imaginación.
El instructor emerge para vigilar el grupo. Continúo petrificada,  incapaz de moverme desde el lugar que ocupo en el agua, a escasa distancia del bote. El se percata y  comienza a nadar en mi dirección. Cuando llega junto al bulto que formo en la superficie,  hunde su cabeza en el manto de agua. Siento una especie de tirón bajo mi cintura. Emerge de nuevo, se ajusta la máscara a la altura de la  frente y  me observa arqueando ambas cejas.
-Es la cuerda del salvavidas –
-¿Lo que me está rozando? -inquiero presa del terror.
-Lo que rozabas-corrige  –. Ya está solucionado-
Le doy las gracias. Tengo las gafas sobre la frente y el tubo pende de un lateral. No hago ademán de ajustármelos. El hombre de piel canela adivina mi inquietud.
-¿Y ahora qué?. ¿Tienes miedo?- pregunta.
-Mucho- afirmo con rotundidad.
Sonríe. Parece que mi franqueza le divierte. A mí no.  El es un experto buceador y yo una mujer asustada que inventa monstruos marinos y no está para sonrisas.
- Una respuesta valiente. ¿Es la primera vez?-
¿Qué puedo hacer, excepto asentir?. Frunce el ceño y prosigue con voz cautelosa:
-Haremos una prueba antes de empezar. Ajústate el tubo y la máscara y, sin cambiar de posición, inclina la cabeza para introducirla en el agua todo el tiempo que puedas. Respira siempre por la boca, ¿de acuerdo?. Adelante, hazlo. Yo estaré aquí-

Lo que dice suena convincente.
“Ahora o nunca”, pienso en un alarde de valor.  Una parte de mí se mesa los cabellos y ordena que vuelva de inmediato a la barcaza.  Oigo su consternado grito barruntando peligro, pero la curiosidad dirige ahora mis actos. Introduzco la cabeza en el agua y escucho el murmullo del aire al atravesar el tubo. El resto es puro silencio.
 La belleza que oteo en las profundidades no admite comparación con cualquier paisaje que haya presenciado anteriormente. Plantas multicolores ondeando como cabellos mecidos por un viento  a cámara lenta, corales multiformes, bancos de peces rutilantes o teñidos  de arco iris con formas y tamaños diversos, rayas, pulpos, tortugas y hasta una barracuda de dientes afilados bajo la sombra que proyecta el bote. Me siento puro asombro. Como si hubiera descubierto un tesoro raro y único. El corazón me late a toda prisa, impaciente por adentrarse en ese universo cuya belleza aún no  me veo capaz de  clasificar o describir con palabras.
Cuando retiro la cabeza del manto de agua, el hombre permanece junto a mí.
-Lindo, ¿verdad?.  Y los peces te ignoran cuando tú los respetas. -le oigo decir -Creí que te quedarías ahí dentro -añade explayando una sonrisa que bajo su piel tostada resulta deslumbrante.
-Es muy hermoso. Increíble- le respondo.
El se ajusta las gafas y habla con voz nasal.
-Sígueme. Voy a mostrarte un mundo que recordarás siempre.
Hay noches en que la imagen insólita de las profundidades del arrecife aparece en mi sueño. Noches en que abro los ojos turbada por el recuerdo de tanta belleza,  me pellizco y  me digo, “Sí. Es cierto que lo viste”.

© Fotos y texto Isabel Ripoll


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